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24 de septiembre | Madrid
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En esta entrega, el corresponsal Mikel Ayestaran escribe una postal sobre el Bósforo, el estrecho que separa los continentes europeo y asiático en Estambul.
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🌉 Cruzando el Bósforo
Por Mikel Ayestaran
El Bósforo cura los males. Cada viaje entre Europa y Asia limpia las afecciones de corazón y cerebro, purifica y refresca el alma. El azul intenso del agua y el meneo de los vapores de la empresa municipal que se encarga de dar el servicio desde hace casi 200 años son mágicos y el trayecto, de una media hora dependiendo del puerto, es un paréntesis en medio de una Estambul insaciable, inalcanzable e inhumana por momentos y por barrios.
El agua parte en dos la ciudad, divide continentes y, pese a sus vigorosas corrientes, es sosiego. Sobran el estrés y las prisas cuando el humo negro del barco y la bocina del capitán anuncian la salida. A partir de entonces estás en manos de un mar compartido por ferris, barco-taxis, barcos de recreo para turistas con una música infernal, buques cargueros que van o vienen del mar Negro, barcos de guerra, chalupas de pescadores y vaya usted a saber cuántos más tipos de embarcaciones.
El Bósforo es una terapia que practico después de cada cobertura. Llego de Ucrania, Irak o Marruecos, dejo ordenador, libreta, ropa sucia y teléfonos en casa y me siento desnudo cuando camino hasta el puerto más próximo, en Kadikoy. No importa el puerto de destino, el viaje es una excusa para curar alma y mente. En verano y primavera hay que hacerlo en los bancos de madera de cubierta, en otoño e invierno es suficiente con respirar un poco de aire helador al comienzo y después buscar cobijo pegado a uno de los grandes ventanales, sin perder de vista el agua.
No hay Estambul sin Bósforo, no hay Bósforo sin Estambul. Se necesitan, se aman, se desean, se funden y el estrecho es toda una inmensa y serpenteante avenida añil, casi cobalto. Son 30 kilómetros entre el mar de Mármara y el mar Negro, 30 kilómetros que Javier Reverte describió en ‘La frontera invisible’ como «una herida en la tierra realizada por el espadazo de un titán, para partirla en dos».
Orhan Pamuk escribió en ‘Estambul. Ciudad y recuerdos’ que «el espíritu y la fuerza de Estambul le vienen del Bósforo […]. El paseante, avanzando a toda velocidad por la corriente del Bósforo, nota que le sobrepasa la fuerza del mar en medio de la suciedad, el humo y el ruido de una ciudad superpoblada, e intuye que todavía es posible estar solo y ser libre entre tanta gente, tanta historia y tantos edificios».
Los recuerdos de la ciudad en blanco y negro del aclamado premio Nobel de Literatura no han terminado de engancharme, pero comulgo de manera absoluta con su sentimiento hacia este brazo de mar. Tiene un efecto imán que solo había experimentado hasta ahora con el Domo de la Roca de Jerusalén. Miles y miles de personas se sientan cada día en sus orillas por el placer de contemplar el paisaje y sin saberlo se convierten en parte misma de una postal que comenzó a escribirse en el 667 a.C., cuando Estambul era Bizancio.
En ‘Estambul Otomano’, una joya que solo podía escribir Juan Goytisolo, el autor dice que «algunos viajeros se contentaban con describir la ciudad desde lejos, como un escorzo; pero Estambul es sobre todo como Nueva York, una villa de contrastes, en la que la belleza del conjunto avasalla y borra a menudo la fealdad de sus partes […] Lo que visto de lejos nos deslumbra, pierde a veces su aureola conforme nos acercamos». Goytisolo es el azote de la «panoplia de clisés y estereotipos tocante al mundo oriental».
Llegado del terremoto en el Atlas traigo el polvo, el hedor de los cuerpos en descomposición, los lamentos de los supervivientes, las amargas críticas por no recibir ayuda en las primeras 48 horas, el sudor en las tiendas de campaña, el miedo al frío helador del invierno que viene, el estado de shock de unas personas cuyas vidas dieron un giro radical tras el temblor de 6,8 grados en la escala de Richter, la frivolidad de unos periodistas que pasamos el día en las zonas afectadas y escapamos por las noches a hoteles alejados de la zona cero para dormir con sábanas blancas y cenar con cerveza.
La mochila viene cargada, muy cargada, «pero no se puede comparar ese brazo de agua que recorre la ciudad por dentro con los canales de Amsterdam o de Venecia ni con los ríos que parten en dos Roma o París: lo de aquí tiene corriente, viento y olas, y es profundo y oscuro», opina Pamuk. Como las mochilas que los enviados especiales traemos de las zonas de conflicto o los desastres naturales: profundas y oscuras.
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En otro orden de cosas, volveré este martes para una nueva sesión de política internacional con la ayuda del corresponsal de guerra Javier Espinosa, que estos días está por Armenia siguiendo el conflicto desatado por Azerbaiyán en la región de Nagorno Karabaj.
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Feliz domingo,
Posdata: estas movidas me están volando la cabeza.