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9 de julio | Madrid
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En esta entrega, Nuria Tesón rememora los momentos más oscuros que siguieron a la Primavera Árabe en Egipto y la transición posterior a la dictadura de Abdel Fatah al Sisi.
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🇪🇬 Falsa promesa
Por Nuria Tesón
Las imágenes se suceden a cámara lenta en mi cabeza. También el sonido. Distorsionado. Los gritos, el sudor, la sangre. El hedor ácimo que se impregnaba en la ropa, en el pelo. Los disparos y el humo de ruedas quemadas o de los gases lacrimógenos. Los cuerpos en el suelo de una mezquita convertida en hospital de campo. La multitud. El calor, la incredulidad… Era la crónica de una muerte anunciada. La de la Primavera Árabe en Egipto.
El Ejército arrestaba a su primer presidente elegido en las urnas, el hermano musulmán Mohamed Morsi, y tomaba las riendas. Llevaba un año en el cargo. Recuerdo a un grupo de hombres con caretas con el rostro de Morsi en la acampada de protesta de Rabaa Al Adawiya que pedía su libertad. Y a un joven con la cara ensangrentada unos días antes, el 30 de junio, haciendo la señal de la victoria en Tahrir, con un cartel en el que se leía en árabe y en inglés: «Fuera». Pedía la renuncia del islamista. La polarización de un país en dos plazas. La distopía.
Por las noches, enfrentamientos en Rabaa. Al amanecer, muertos.
El 30 de junio los egipcios se habían echado a la calle pidiendo su dimisión. Muchos factores allanaron el camino al Ejército: cortes de luz continuos, escasez en las gasolineras, una crisis económica derivada de dos años de inseguridad, la desaparición de los turistas tras la revolución de 2011 y el descontento por una Constitución hecha por y para los islamistas que muchos egipcios vieron como una amenaza a la laicidad del Estado.
Los militares dieron un ultimátum: si en 48 horas Morsi no cumplía la demanda de los egipcios, tomarían el poder. El hermano musulmán fue puesto bajo arresto por su ministro de Defensa, Abdel Fatah al Sisi. El entonces desconocido general llegaba para cumplir con la demanda popular, restablecer el orden, dar el poder a una autoridad civil, convocar elecciones. No tenía intención de presentarse… salvo que el pueblo lo pidiera. Creerle fue el mayor error que cometieron los egipcios. Algo de lo que se dieron cuenta pronto. Hoy, 10 años después, lo lamentan.
El general-presidente que ha cambiado la Constitución para permanecer indefinidamente en el poder dirige desde su torre de marfil una república que se hunde en una crisis económica sin precedentes y no puede protestar. Una más pobre, menos libre y más frustrada. Aquella escasez de combustible que fue la gota que colmó el vaso para los egipcios en 2013 se solucionó al día siguiente de tomar el poder los militares, lo que indicaba una estrategia para socavar la autoridad de Morsi. Pero la inflación actual de más del 60 por ciento y los más de 60.000 prisioneros políticos de las cárceles no son ninguna estrategia para hundir el Gobierno de Sisi, aunque así lo reprochen a los periodistas que usan ambas cifras.
Sisi ha logrado el respaldo internacional argumentando luchar contra el terrorismo y la inmigración, prometiendo crecimiento económico mientras dilapida los préstamos del Fondo Monetario Internacional en megaproyectos de los que se lucra el Ejército. Los egipcios que durante una década estuvieron dispuestos a enajenar derechos y libertades a cambio de «seguridad y prosperidad» —la promesa de Sisi de 2013—, los que miraban hacia otro lado queriendo creer que sí, que los activistas encarcelados o forzados al exilio eran los culpables de todo, ahora solo encuentran un culpable: Abdel Fatah al Sisi.
Su dinero no vale nada tras dos devaluaciones, y el riesgo de inseguridad alimentaria va en aumento. El hambre se ha convertido en la peor de las dictaduras. Una contra la que los egipcios ya se han alzado más de una vez.
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Posdata: la gente es muy rara.