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23 de octubre | Madrid
📬 Esta semana, volvemos a colaborar con nuestros amigos de Revista 5W.
En esta entrega, la periodista Patricia Simón escribe sobre la forma en la que el conflicto palestino-israelí se ha enquistado, con complicidad occidental, desde mediados de siglo XX.
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🇵🇸 Un conflicto interminable
Por Patricia Simón
Lo esencial para entender al ser humano te asalta, abofetea y asfixia a cada paso en Palestina. Ni la hospitalidad, ni la generosidad ni la entereza de su gente es capaz de sembrar algo de esperanza ante tanto dolor. Si el genocidio nazi sigue haciéndonos recelar de nuestra propia naturaleza y atormentándonos con las preguntas esenciales —cómo fue posible y, sobre todo, qué habríamos hecho nosotros en esa situación—, el régimen de apartheid ejercido, entre otros, por descendientes de sus supervivientes aplasta como una excavadora cualquier tentación de autocomplacencia: somos animales que, cuando estamos heridos y traumatizados, somos capaces de destinar toda nuestra inteligencia a desarrollar los más sofisticados sistemas de tortura y aniquilamiento del otro. Como periodista, todo lo vivido y narrado antes y después de viajar a Palestina son versiones del mismo desastre, de la misma Nakba, del mismo exterminio. No porque el desgarro de una madre ucraniana o colombiana por la pérdida de su hijo sea menor, sino porque durante los 75 años de ocupación Israel ha diseñado, aplicado, perfeccionado y convertido en una industria multimillonaria las técnicas y tecnologías más retorcidas para que el tormento de todo un pueblo sea tan grande que le empuje a asumir que su única vía para la supervivencia es la aceptación del exilio o la sumisión.
La ocupación de Palestina comprende los elementos clásicos de una guerra, pero recrudecidos a lo largo de las décadas, cada vez más retorcidos en sus objetivos, normalizados gracias a la impunidad. Y, sin embargo, lo más difícil de explicar como periodistas no son las múltiples formas en que el Estado de Israel aniquila a la población de Gaza —los recurrentes bombardeos, el bloqueo, la pobreza—, sino el impertérrito y preciso sadismo con el que ha conseguido convertir cada parcela de la vida cotidiana de los palestinos de todos los territorios ocupados en un calvario. Y cómo para ello ha creado una lengua de eufemismos administrativos destinada a deshumanizar a los niños, niñas, hombres y mujeres palestinos para convertirlos en «terroristas» y «animales». Dos conceptos que dirigentes y parte de la ciudadanía israelí repiten ahora constantemente ante cualquier micrófono para justificar la anunciada limpieza étnica de la Franja, pero que los palestinos llevan escuchando a diario, desde hace décadas, en los puestos de control en los que les roban el tiempo y el dominio sobre sus vidas, en los tribunales militares donde condenan a niños por tirar piedras y a sus padres por manifestarse, en las cárceles en las que languidecen más de 1.200 hombres, mujeres y niños sin cargos ni juicio, en sus escuelas cuando las derruyen, en sus casas cuando las derriban, en sus plantaciones cuando las arrancan, en sus pozos cuando los soterran, en su mezquita Al Aqsa cuando la policía sionista irrumpe en pleno Ramadán, e incluso en sus entierros, cuando los colonos o los soldados los matan.
«Cada día morimos. A veces me digo que es mejor que mi hermano fuese asesinado. Ahora estará en un sitio mejor. Y a salvo. Porque aquí, lo puedes ver, no hay nada». Así me resumió Waed Ayyad la vida de los palestinos en el este de Jerusalén. Su hermano, de 15 años, fue abatido a tiros por un ultraortodoxo. El colono disparó desde la ventana de la casa arrebatada a una familia palestina en la que sigue viviendo, a unos pocos metros de la de Waed. Ella, entonces, se formó como terapeuta para tratar a los niños traumatizados por las detenciones, las redadas en mitad de la noche, el aislamiento y la incomunicación con sus padres.
Israel no solo ha convertido Gaza en la mayor cárcel a cielo abierto del mundo, sino que cualquiera que haya recorrido Jerusalén Este o Cisjordania sabe que es difícil escaparse de la sensación de estar en un campo de detención. El apartheid israelí busca recordar a los palestinos, cada segundo, que malviven bajo su control, vigilancia y, sobre todo, bajo una implacable discriminación y segregación. Para ello, su Ejército y su Policía ejercen violencia física, psicológica y simbólica para quebrar a sus víctimas de manera individual y colectiva. Y pese a que colonos y soldados han asesinado a más de 200 palestinos en Cisjordania entre enero y agosto de este año —37 de ellos niños—, pese a que cada vez son más los asentamientos ilegales que fragmentan y aíslan las poblaciones de Cisjordania, pese a que cada vez es más violento el acoso contra los palestinos de Jerusalén y a que cada vez es mayor la malnutrición, la desesperación, la miseria y todo lo que abarca la crisis humanitaria de la Franja de Gaza, nunca había sido menor la atención mediática sobre la situación palestina hasta el injustificable y atroz ataque cometido por Hamás. Israel había conseguido su objetivo: que el mundo asumiese que los recurrentes pogromos contra el pueblo palestino eran su normalidad. Por ello, para volver a ser noticia, Israel ha tenido que responder a los crímenes de guerra cometidos por Hamás con bombardeos indiscriminados contra la población civil de Gaza y el anuncio de una limpieza étnica. Después de eso, ¿qué más hay?
Todos los grandes horrores y aberraciones que un Estado puede infligir contra un pueblo las hemos documentado en Palestina varias generaciones de periodistas. Conscientes de cómo el trauma de la persecución y del exterminio nazi ha convertido a las víctimas en victimarios, quizá sea el conflicto en el que los medios son más escrupulosos a la hora de incorporar el contexto y la compleja realidad del pueblo israelí. De hecho, el apoyo incondicional de la Unión Europea a Israel y a su impunidad no se puede entender sin la mala conciencia de Alemania por el pecado capital.
Pero también hay un Israel que exige el fin de la ocupación, el respeto de los derechos humanos de los palestinos y la convivencia en paz. Algunos de ellos, ancianos ya, conservan tatuado en su piel el número de recluso de los campos nazis. Una minoría estigmatizada, perseguida y, cada vez más, amenazada por los fundamentalistas que gobiernan el país y por los colonos, que ostentan un poder político sin precedentes. «Es más necesario que nunca ser compasivos con todas las víctimas y, a la vez, firmes en la defensa de que todas las vidas humanas son igual de valiosas», me decía en estos días de barbarie mi amigo Jeremy Milgron, rabino defensor de los derechos humanos. «¿Cómo le decimos a la gente que los terroristas que cometieron la terrible masacre el pasado sábado son hijos y nietos de refugiados que fueron expulsados de donde están los kibutz atacados? Sus descendientes volvieron con los corazones llenos de ansia de venganza por las vidas que han llevado ellos y sus familiares. Los israelíes no hicimos ningún esfuerzo por atender sus justas demandas. Y cuando no respetas la necesidad básica de justicia, no vas a encontrar una respuesta civilizada?», añadía, días después, eligiendo cuidadosamente las palabras con un sosegado racionalismo humanista. Y concluía: «Tengo miedo de lo que pueda pasar estos días».
Un miedo muy distinto al que llevó a parte del pueblo de Israel a levantar muros para encerrar a los palestinos sin darse cuenta de que eran ellos los que se emparedaban en un racismo y un odio viscoso que, como la ocupación, lo anega todo.
La única vía para salir de esta espiral de violencia es que, por una vez, Estados Unidos y los países miembros de la Unión Europea dejen de amparar al ultrarreaccionario Gobierno de Israel, impulse una refundación de la Autoridad Nacional Palestina e imponga, a través del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, una vía para las negociaciones de paz.
De lo contrario, dentro de un año, de diez o de cien, seguiremos escribiendo sobre padres abrazados a sus bebés muertos, niños acariciando los rostros amortajados de sus madres, morgues atestadas, manifestantes con los tobillos acribillados, nuevos campos de refugiados, pero también de israelíes asesinados, coches bomba y atentados en países supuestamente alejados. Todas las guerras seguirán siendo versiones de la madre de todas las guerras, la que incendió en 1948 Israel con el inicio de la ocupación y la que 75 años después la comunidad internacional sigue sin querer sofocar.
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En otro orden de cosas, volveré este lunes para una nueva sesión de política internacional con la última hora de la situación en Israel y Palestina.
Podrás seguir el directo a partir de las 19:00 CEST en Twitch.
Y si te perdiste el directo que hice repasando la guerra informativa a la que nos enfrentamos en estos días aciagos, lo tienes en versión más resumida en YouTube:
Feliz lunes,
Posdata: ahora es feliz.