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13 de agosto | Alcoy, Alicante
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En esta entrega, David Jiménez escribe sobre las bombas de Hiroshima y Nagasaki para recordar la atrocidad cometida en un momento en el que la película Oppenheimer triunfa en las carteleras.
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💣 Una bomba salvaje
Por David Jiménez
El presidente estadounidense Harry Truman definió la misión como un “éxito”. Apenas habían pasado dieciséis horas desde que, por primera vez, poblaciones civiles fueran exterminadas con bombas nucleares. Más de 140.000 muertos en Hiroshima; otros 80.000 en Nagasaki. Los días 6 y 9 de agosto de 1945 debieron quedar grabados en la conciencia colectiva de la infamia, pero sabido es que la historia la escriben los ganadores.
Y vaya si la reescribieron, meticulosamente.
Un crimen de guerra salvaje e inhumano ha sido desde entonces minimizado, justificado, rodeado de un aura de inevitabilidad e incluso elevado al panteón de las heroicidades bélicas. El argumento más repetido dice así: las bombas nucleares aceleraron el final de la Segunda Guerra Mundial —Japón se rindió inmediatamente—, ahorraron el sacrificio de miles de soldados aliados en una invasión terrestre y fueron necesarias para detener a un emperador lunático y a sus generales, empeñados en llevar su país al desastre.
La realidad es que la rendición de Japón era cuestión de días, quizá horas. Hitler y Mussolini habían sido derrotados en Europa, las tropas japonesas diezmadas en todos los frentes y Tokio arrasada por los bombardeos convencionales. El verdadero motivo que llevó a Washington a arrojar las bombas atómicas no estaba en Japón, sino en ese nuevo mundo que estaba emergiendo dividido en dos bloques, comunismo y capitalismo. Quién se quedaba qué estaba por dilucidar mientras los soviéticos se expandían a toda velocidad. Había prisa por terminar la guerra del Pacífico y enviar a Moscú un mensaje de que sus ambiciones tenían un límite.
En los análisis de la época no hay referencias a las personas o debates morales, sino a la estrategia. Albert Camus fue de los pocos que denunciaron entonces que la prensa occidental, centrada en las consecuencias políticas, ignoró que la civilización acababa “de alcanzar su último grado de salvajismo”. El Enola Gay, el B-29 desde el que se arrojó la bomba sobre Hiroshima, se exhibe todavía en el Museo del Aire y del Espacio de Washington. Sin disculpas ni sonrojo. Como si hubiera lanzado ayuda humanitaria sobre una población hambrienta.
Hollywood, adicta a las películas bélicas, tampoco ha mostrado nunca interés en contar lo ocurrido desde el lado de las víctimas. Oppenheimer, su última incursión, nos trae la historia del científico que inventó la bomba. El resultado es una buena película que hace poco por acercarnos a la realidad de lo que supuso aquel «éxito». Mi recomendación es ir a verla después de leer Hiroshima (Kailas Editorial), el libro donde Agustín Rivera recoge los testimonios de los supervivientes de las bombas.
Los últimos hibakusha (personas bombardeadas) están enfermos y mayores: pronto no quedará nadie para recordarnos que, más allá de los juegos de poder y las ambiciones de los hombres, en Japón se cometió un crimen injustificable. Ahora que las ambiciones de otro aspirante a emperador, en este caso desde Moscú, nos enfrentan al temor del armamento nuclear, escuchar las voces del Holocausto japonés resulta más importante que nunca.
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🗞️ Lecturas recomendadas
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The Washington Post (en inglés; 22 minutos)
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🇺🇦 La dura batalla de Ucrania provoca que el foco se ponga en el año siguiente
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🛰️ Cómo la NASA casi pierde al Voyager 2 para siempre
Wired (en inglés, 6 minutos)
En otro orden de cosas, volveré este domingo por la noche para hablar sobre cine y ya el lunes con una nueva entrega de ‘Nanísimo por el mundo’ para repasar los titulares internacionales del momento, con especial atención puesta en China, Maui y la contraofensiva de Ucrania.
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Feliz semana,
Posdata: el fucking broccoli.