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23 de julio | Esauira, Marruecos
En mi última noche en Marruecos, guié a mi familia por la medina1 de esta ciudad portuaria para buscar un restaurante con ático y música en vivo. Habíamos dejado el coche en un parking cerca de la pequeña fortaleza portuguesa que aguanta los embistes del mar desde principios del siglo XVI. La atmósfera neblinosa parecía sacada del final de Casablanca, aunque fue Orson Welles el primero que filmó una producción de Hollywood en las calles de Esauira. La tragedia de Otelo, el moro de Venecia encuadra algunas de sus localizaciones más emblemáticas.
Lugares como Cannes acogieron a mediados del siglo XX a estrellas del cine y de la música antes de gentrificarse y borrar las huellas de su pasado glamuroso. En cambio, en las paredes de esta ciudad se percibe cómo el paso del tiempo ha desvestido lo que en otros tiempos fue una ciudad en ebullición turística occidental. Los carteles de los hoteles y restaurantes, sean sobre roca o madera, se han desgastado por el viento y la arena. El color está casi extinto, como si hiciera años que nadie pasa una brocha. Pero hay una magia sincera en las letras que componen las palabras francesas que invitan a comer y hospedarse entre sus paredes. Casi que uno se imagina a Jimi Hendrix o a Cat Stevens decidiendo dónde probar un tajín o beber un buen té.
Pero también es fácil intuir cómo Esauira es una de esas ciudades que prometía más de lo que terminó siendo. Cerca del riad2 en el que nos estábamos quedando podían atisbarse esos sueños inmobiliarios de vender oportunidades únicas a ricos occidentales en busca de una cuarta o quinta casa vacacional. Pero claramente son anhelos incumplidos.
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